La democracia apropiada: conocimientos e instituciones

Estos días se han publicado varios artículos en El País sobre la posible sustitución de los intelectuales por tertulianos como fuente de influencia en la toma de las decisiones políticas. En este artículo, Armando Menéndez Viso y Emilio Muñoz, Socios promotores de la Asociación Española para el avance de la Ciencia (AEAC) nos hacen ver que el debate parte de premisas infundadas tanto sobre los tertulianos como sobre los intelectuales y que estas asunciones pueden constituir un riesgo para la democracia. Ya que en estos momentos necesitamos a todos los miembros de la sociedad, para que cada uno aporte lo mejor de sí mismo y sus conocimientos para que juntos podamos aspirar a estar gobernados mejor.

La democracia apropiada: conocimientos e instituciones

Por Armando Menéndez Viso y Emilio Muñoz

Socios promotores de la AEAC

El pasado 30 de septiembre de 2019, Daniel Innerarity publicó en El País un artículo titulado La inteligencia de la democracia, en el que replicaba a otro de Fernando Vallespín que, bajo el título Cómo los tertulianos suplantaron a los intelectuales, apareció el primer día del mismo mes. Después Juan Luis Cebrián (La democracia de los idiotas, 7/10/2019) ha continuado la discusión. En el escrito que abre la serie, Vallespín viene a lamentar la “profecía autocumplida” de la desaparición de los intelectuales y, con ellos, de la “razón argumentativa”, que habría sido aniquilada por una “cacofonía de opiniones sin sustento” o un mero “refuerzo emocional”, fruto de un rampante “pensar rápido” que ejercen por antonomasia los tertulianos. Innerarity contesta afirmando que aquella desaparición tiene poco de lamentable y defiende la ignorancia como asunción básica del sistema democrático, lo que permitiría una inteligencia distribuida frente al gobierno de la “intelectualidad”. Estas líneas no pretenden terciar en la contienda, apoyando al bando intelectual o al popular-tertuliano, sino mostrar que el retrato de sus supuestos protagonistas se apoya sobre asunciones infundadas, y que precisamente en estas reside uno de los mayores peligros que nuestras democracias tienen que afrontar en estos tiempos revueltos.

Las figuras del intelectual-profeta y del tertuliano-charlatán, además de presentar un evidente sesgo de género en su formulación, no pueden verse más que como caricaturas, como muñecos de paja. ¿Por qué una pertenece a la elite y la otra no? ¿Por qué hay que separar la capacidad de razonamiento y la de opinión? ¿Por qué un tipo de influencia ha de ser más tolerable que otro? Y, sobre todo, ¿por qué alguien habría de pertenecer a una de esas dos clases, o simpatizar con ellas?  En democracia, “los intelectuales” y “los tertulianos” pisan el mismo suelo y respiran el mismo aire que cualquiera. La gente común puede hacerse experta en lo que le atañe y las personas expertas son por lo demás gente común, sin privilegios ni especial alcurnia; gente común que ha cultivado un talento y aprovechado unas oportunidades que un sistema institucional abierto le ha proporcionado, procurándole así un cierto reconocimiento social (entre sus colegas o entre la población en general) a través de otro institucional (un título, un cargo, una licencia, un premio, …). En una democracia que lo sea, el conocimiento no puede considerarse elitista, pues no requiere a quien lo persigue nada de partida, sino de llegada; es decir, cualquiera puede asirlo y lo único que se le exige para reconocérselo es mostrar que, efectivamente, lo ha adquirido.

Dice Innerarity que las democracias aceptan el desconocimiento como un estado inevitable y por eso se dotan de los mecanismos institucionales para limitar sus consecuencias. El parlamentarismo, las instancias administrativas, los tribunales, etc. encauzan las decisiones individuales y así evitan que se desborden los desmanes o las decisiones impulsivas y equivocadas. Cierto, reconocer la inmensidad de la ignorancia propia es, al menos desde Sócrates, síntoma de sabiduría. Mas hacer de esa ignorancia bandera es una idiotez, en el sentido más propio del término (al que alude Cebrián en su contribución). El conocimiento, siempre creciente y siempre escaso, es auxiliar imprescindible para eludir el error. Por eso es preciso recurrir también al conocimiento que se genera en el seno del estado y queda avalado por él.

A nuestro juicio, las posiciones enfrentadas de Vallespín e Innerarity no surgen tanto de los tipos que defienden (el intelectual, el experto, el tertuliano, etc., aunque resulten de lo más discutible) sino, sobre todo, de presentarlos disyuntivamente y en un lugar privilegiado. ¿Cuál es ese trono desde el que puede influirse directamente en el gobierno sin formar parte nominal de él? ¿Por qué tendríamos que optar por unos o por otros, y no por unos y por otros? Es más, ¿por qué tendría que haber un grupo con especial influencia en los destinos del país? En los artículos de Innerarity y Vallespín, lo mismo que en casi todas las noticias y opiniones que leemos estos días sobre las elecciones y la carencia de gobierno, subyace un supuesto a nuestro juicio poco democrático, que anida también en los llamados populismos y en otros ismos políticos de mal recuerdo; a saber, que el estado constituye un cuerpo que obedece fielmente a su cabeza. De otra manera, que hay una maquinaria estatal unitaria que funciona inmediatamente a las órdenes de quien se ponga a sus mandos. Solo así un nuevo gobierno, una intelectualidad activa o una comunidad tertuliana bien establecida podrían aspirar a transformar un país hasta la médula. Sin esa estructura, siempre habría partes ajenas a las acciones de gobierno o a la influencia de unos grupos y otros que no se dejarían conducir. Suponemos que Innerarity quiere defender algo parecido al gobierno distribuido pero, cuando opta por el bando tertuliano, ya está concediendo que alguien puede manejar el todo, aunque ese alguien sea una masa de ilustres ignorantes. Y no: en la verdadera democracia los hilos son demasiados para que nadie pueda moverlos todos, no hay un grupo en disposición de doblegar a los demás, que pueda romper o diseñar por su cuenta un tejido social plural y un entramado legal complejo. Justamente manejar todo eso, la imposición de la mayoría, es lo que pretenden los ismos que se declaran por encima de la ley y sus instituciones en nombre del bien, del pueblo, de la nación o aun de la democracia misma.

La conjunción y la libre circulación sociales han definido las democracias liberales frente a otros regímenes estatales. Las democracias aspiran a mantenerse como sociedades desclasificadas, donde los individuos no pertenecen por nacimiento y de por vida a ningún grupo determinado y pueden escoger, al menos parcialmente, los colectivos que desean engrosar. Clasificar (es decir, construir clases), aun de intelectuales (como si sólo algunos ejercitaran su intelecto), de tertulianos (como si solamente algunos pudieran contar sus pareceres sobre los más diversos asuntos) o de ignorantes bienintencionados, nos aleja del ideal democrático, según el cual resulta posible entrar y salir de los diferentes grupos sociales, que deberían estar configurados de modo tal que ninguno dominase a los demás. En democracia, nadie está fuera del demos. Tampoco los intelectuales ni los tertulianos. En el ideal democrático no caben las elites dirigentes, no porque su vigor intelectual se haya esfumado o porque se hayan ampliado y desplazado, sino porque la solidez y la amplitud del entramado social impiden que las haya: entre nosotros hay demasiado y demasiado diverso para que pueda gobernarse a la vez.

De momento nuestro país y nuestros vecinos europeos se parecen más a un entramado plural que a una maquinaria unitaria. Pero nada garantiza que siga siendo así. Para que continuemos viviendo en sociedades democráticas (liberales, abiertas, pacíficas, …) hay que mantener la pluralidad y la vitalidad sociales. Y para eso no es necesario reforzar la maquinaria estatal ni buscarle una u otra cabeza, sino alimentar el entramado institucional (e instituciones son los parlamentos, los ayuntamientos, las administraciones públicas, pero también las asociaciones de vecinos, las sociedades de festejos, las empresas, los sindicatos, los grupos de montaña, los periódicos, los parques tecnológicos, los equipos de baloncesto, las casas de acogida, las fundaciones, los colegios profesionales, los centros de investigación, los blogs, los clubes de lectura o las escuelas). ¿Qué es el país en general más allá de estas instituciones? ¿Quién dudará que cada una de ellas necesita un mínimo de saber para su buen gobierno? Claro que se trata de un saber plural y heterogéneamente distribuido: en unos casos saber física, bioquímica, historia o matemáticas, en otros saber cultivar, saber programar, saber escribir, saber convencer, saber organizarse, saber cocinar, saber convivir, saber jugar …, según lo que pretendamos gobernar. Por eso en el entramado social democrático caben a la vez ilustrados e ignorantes, que a menudo son las mismas personas, expertas en lo que hacen o les gusta, ignorantes de lo que les resulta indiferente.

No disparen al conocimiento. Desde luego, nada lleva a considerar que la ciencia o el saber conduzcan al buen gobierno por sí mismos, ni a pensar que las virtudes de gobierno sean las de la buena ciencia –de hecho, no lo son. Pero, precisamente por la complejidad a la que alude Innerarity, gobernar sin considerar el conocimiento es abocarse al error. No tenemos que estar gobernados por ninguna élite (la de la incompetencia o el narcisismo, tampoco) o por los mejores, pero nada nos impide aspirar a estar gobernados mejor. Para cumplir este razonable deseo, fomentar el conocimiento entre todas las personas (tertulianas, intelectuales y gobernantes también) y a todos los niveles no estorba, sino que más bien facilita que se produzca algún progreso.

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