SOBRE CAMBIO CLIMÁTICO, DESIGUALDAD Y DEMOCRACIA
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Continuamos con las reflexiones de nuestros socios sobre el cambio climático y las desigualdades que acarrea, tanto en las regiones del mundo que se verán mas afectadas, las regiones que contribuyen en mayor medida a estos cambios acelerados, pero sobre todo, las grandes diferencias que la población en función de su nivel de vida van a sufrir, lo que ahondará en desigualdades sociales. En esta ocasión es Armando Menéndez Viso, socio promotor de la Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC) el que nos deja sus reflexiones en este artículo.
SOBRE CAMBIO CLIMÁTICO, DESIGUALDAD Y DEMOCRACIA
Por Armando Menéndez Viso de la Universidad de Oviedo y socio promotor de la AEAC.
En un artículo publicado en The Conversation, y reproducido en la web de la AEAC, el pasado día de Navidad, Emilio Muñoz y Jesús Rey se preguntaban cómo actuar contra el populismo climático. Estas líneas abrazan su línea argumental y pretenden enriquecerla, alimentando el pluralismo que tanto ellos como el que suscribe defienden. En dos artículos posteriores aparecidos en la web de la AEAC (‘Epigenética, desigualdad y cambio climático’ y ‘Las matemáticas también sacuden la conciencia moral: convicción y responsabilidad’), Emilio Muñoz ha conducido su reflexión hacia la desigualdad como amenaza para la democracia. Aquí queremos poner esos tres conceptos (cambio climático, desigualdad y democracia) en relación, con la intención de iluminar posibles caminos que conduzcan a reducir los primeros y apuntalar la última.
Curiosamente, la web de las Naciones Unidas, en su versión inglesa, incluye el cambio climático en una lista de global issues, mientras que en la versión en español este título se sustituye por “asuntos que nos importan”. La diferencia entre ambos encabezados resulta llamativa porque un problema global no es lo mismo que un asunto de importancia, y situar el cambio climático en una u otra categoría orienta su concepción y sus posibles soluciones en direcciones distintas. Cuando se presenta como uno de los grandes problemas globales de nuestro tiempo, se da a entender que el cambio climático tiene unidad y afecta a la totalidad del planeta. Pero en puridad difícilmente puede considerarse uno y, por ende, global. Para empezar porque, por fortuna, nuestro planeta no tiene un solo clima, sino varios. Esta afirmación puede parecer una obviedad, pero es relevante para entender que bajo ese nombre de cambio climático lo que se designa es más bien una colección de fenómenos que alteran climas diversos con consecuencias dispares en cada uno. Incluso cuando se afina más el asunto, por ejemplo, hablando de calentamiento global, este calentamiento, si bien puede definirse con precisión estadística, tampoco se distribuye uniformemente en todo el planeta ni acarrea consecuencias igualmente indeseables en cualquier latitud. Además, el calentamiento se genera mediante acciones localizadas (los motores de combustión, las centrales térmicas o las calefacciones, están en lugares concretos; múltiples y abundantes, pero concretos) y se manifiesta localmente (ciclones, tormentas, aguaceros, sequías, olas de calor, calentamiento de los mares, etc. no ocurren a la vez ni igualmente en todo el planeta). Sólo se convierte en global mediante una agregación numérica, precisa pero genérica (que es la que permite afirmar al IPCC, por ejemplo, que la temperatura media ha subido 0,85 °C entre 1880 y 2012). No hay una temperatura planetaria, sino una media de temperatura mundial, que no es lo mismo. Y tampoco se suele explicitar de dónde se obtiene exactamente tal media –de cuántas tomas, de su frecuencia, de su ubicación, …. Así que definir el cambio climático como un problema global obliga a una abstracción considerable, es decir, a obviar una buena parte de lo concreto, que sin embargo nos interesa.
Aunque no sea propiamente global, el cambio climático forma parte indiscutible de la lista de asuntos que importan. Pero, ¿cuánto y a quién? Cualquier persona de buena voluntad puede sentirse preocupada (las malas traducciones que hoy inundan el periodismo tienden a decir concernida) por cualquier mal que aqueje a otra, y en ese sentido los cambios climáticos no son diferentes de otros problemas de largo alcance, como la pobreza, el hambre o la malaria. Como estos, el cambio climático tiene una incidencia dispar y muchas personas pueden sentirse, con razón, menos vulnerables ante él y, por tanto, menos dispuestas a implicarse en sus posibles soluciones. Perturbar los climas o calentar la atmósfera no afecta por igual a la totalidad de seres que viven en ella, ni siquiera al conjunto de los seres humanos. Si la temperatura “global” sube 2ºC, la vida de un lord británico no va a sufrir lo mismo que la de una mujer hondureña. El calentamiento no trastorna por igual a todo el mundo. La incertidumbre que, según todos los modelos, viene aparejada con cualquier cambio climático no llega a inquietar lo suficiente para convertirse en motor de cambio, y tiene poco que ver con el miedo, por ejemplo, a padecer una enfermedad sin remedio eficaz conocido.
Las enfermedades afectan primariamente a los individuos y, a su través, a las sociedades. Sin embargo, los daños que los seres humanos pueden padecer a causa de los cambios climáticos son fundamentalmente sociales: aquejan originalmente a las sociedades y, a través de éstas, a sus individuos. Un régimen de más o menos lluvia, de más temporales, de mayores sequías, de más incendios, etc. obliga a reorganizarse, a cultivar otras cosas y de otra forma, a transportar de otra manera, a construir con otras prioridades, a transportar por otras vías, a protegerse con más o distintos medios, a manejar el agua de nuevos modos, … Tal reorganización alcanza después a los individuos, de forma heterogénea. Así los cambios climáticos son causa de desequilibrios sociales. Por eso mismo los mecanismos de protección igualmente sociales rebajan su gravedad y, por lo tanto, el nivel de preocupación o miedo que puede convertirse en motor de transformación. En definitiva, el “cambio climático”, aunque remite a una serie de fenómenos físicos, entraña una cuestión mayormente social, es decir, de justicia. De ahí que el “activismo climático” vaya tan naturalmente de la mano de movimientos indigenistas, feministas, de jóvenes, de pensionistas, de trabajadores en precario, etc. y no goce de tanto predicamento entre individuos y grupos dominantes. Porque los cambios en el clima no son propiamente globales, no trastornan por igual a todo el mundo: generan damnificados (en distintos grados y mayormente, pero no solo, entre los ya damnificados) y beneficiarios (en distintos grados y mayormente, pero no solo, entre los ya beneficiados).
El llamado cambio climático no es estrictamente global pero sí complejo, pues abarca multitud de hechos con consecuencias inciertas y manifestadas en lugares y tiempos distantes. La complejidad entraña desigualdad y gradación: desigualdad porque lo complejo, por serlo, no afecta a todo por igual; gradación porque esa misma desigualdad se da en grados distintos. Que las desigualdades incoadas por los cambios climáticos admitan gradación implica que no pueden resultar en una división dicotómica entre contaminados y contaminantes, ecologistas y neocapitalistas, concienciados y negacionistas, víctimas y victimarios, … La retórica hollywoodiense del bien contra el mal, en la que quienes pertenecen al primero disponen de licencia para aniquilar al segundo por cualesquiera medios, no tiene sentido alguno en lo que atañe a los problemas climáticos. No se trata de salvar al mundo (pues el mundo ha sido siempre cambiante, natural y socialmente, y carece de unidad), sino de dañar lo menos posible la multitud de mundos que cohabitan en este planeta nuestro. Y para eso hay que saber, primero, cómo funciona esa multitud de mundos (mundos físicos, mundos sociales y mundos conceptuales), qué los daña y cómo.
El cambio climático es a la vez natural y cultural: por una parte, obedece a las leyes de la física, la química, la biología, etc. y, por otra, responde a patrones de las sociedades que lo provocan y padecen El cambio climático, más que un hecho o un problema singular, constituye una enorme red de fenómenos interconectados, cuyos conocimiento y control exigen análisis (es decir, rotura, descomposición en partes) y acciones múltiples. Es imposible abordar los cambios de clima sin implicar a una cifra considerable de personas y entidades, que despejen incógnitas físicas, definan implicaciones morales, diseñen marcos legales, propongan novedades ideológicas, movilicen a ciudadanía y empresas, refuercen sistemas educativos, calculen posibilidades económicas, … La práctica totalidad de las disciplinas de conocimiento tienen algo que decir, de la astronomía a la neurociencia, de la filosofía a la biología molecular, desde el marketing hasta la historia. Atajar las consecuencias climáticas de la contaminación atmosférica requiere de ciencia y prudencia, cálculo y política, movilización social, organización colectiva y empeño individual.
La complejidad impide definir una posición privilegiada desde la que liderar la reparación de los daños climáticos. Por eso no tiene sentido abordar la cuestión del clima sola ni principalmente desde una perspectiva (inter)nacional, que al final es estatal o gubernamental, ni cabe depositar en este nivel de acción más esperanzas que en otros. Fiar el manejo de los problemas complejos únicamente a los gobiernos es generalmente ineficaz, porque los gobiernos no tienen capacidad de hacer frente a la complejidad por sí mismos (no pueden entender de un problema que implica territorialidad y política pero que las desborda) y, por tanto, tienden a negarla. Cuando se pretende que los gobiernos resuelvan y conozcan todo, se cae en el totalitarismo, por definición.
El cambio climático puede servirnos como espejo para reflejar (o reflexionar sobre) la concepción de la vida política que ha llevado hasta él, nuestra creciente afición a la homogeneidad y tendencia a la simplificación, cuando la heterogeneidad y la complicación conforman el mundo. Los intentos de simplificación suponen siempre abstracción, uniformidad, y por tanto negación de la multiplicidad. Por eso la simplificación se traduce en menoscabo de lo democrático, que no se caracteriza por decidir cualquier cosa votando, sino por integrar lo minoritario, lo diferente, sin destruirlo y en igualdad legal con lo mayoritario. La democracia consiste en articular los pareceres para que no haya sometimiento sistemático, para que las mayorías o los poderes no pisen y no se pisen (para que no se aplaste lo pequeño, para que no se chantajee ni se manipule lo público, para que los diferentes agentes no se enzarcen violentamente enarbolando sus intereses, para que no se menoscabe lo bueno, para que no se enmascare lo verdadero incluso, quizá, para poner coto a la fealdad, …). Algo parecido a los problemas ambientales que se amontonan en el saco del cambio climático: no arrasar la especie amenazada, no provocar bronquiolitis al bebé ni insuficiencia respiratoria a la anciana, no sepultar la isla empobrecida, no destrozar la costa dañada, no impedir el cultivo frágil, etc., etc. La democracia entendida como el mero dominio de las mayorías (aun concediendo que éstas puedan definirse de alguna manera) conduce a la pérdida de la diversidad (biológica y social), que a su vez desemboca en el desequilibrio. El crecimiento alarmante de la desigualdad, del que en los últimos meses se han hecho eco el FMI, la OCDE, las Naciones Unidas, el Instituto McKinsey e incluso el último Foro Económico Mundial celebrado en Davos, es un producto, entre otras cosas, de la simplificación: como la homogeneización es imposible, quien la promueve acaba dejando fuera a quien no pertenece a la ¿mayoría? a cuya semejanza se pretende uniformar. Entonces sí, se genera una dicotomía entre inclusión y exclusión (no solo económica) que alberga la semilla de la catástrofe. El calentamiento social es otra cara del calentamiento atmosférico (ambos son fruto de las mismas prácticas homogeneizadoras) y también puede desembocar en turbulencias de todo tipo, en un mal clima. De ahí que quepa aspirar a sociedades democráticas, es decir, igualitarias y diversas, que no respondan unánimemente a la voluntad de sus “mayorías”. Estas sociedades no permiten la apropiación del demos (como pretenden siempre los populismos) y tienen más herramientas para impedir la correspondiente apropiación del planeta. Conocer y frenar los daños climáticos supone obrar democráticamente, es decir, integrar agentes diferentes en niveles diferentes. No se trata de aniquilar resistencias sino de generar movimientos que no tienen por qué ser globales: una casa que no necesite quemar nada para mantenerse caliente ya reduce los daños en su entorno, sin falta de que China o los EE.UU. firmen acuerdos; un departamento universitario que averigüe cómo afecta la subida de temperaturas a un arbusto local ya aporta saber relevante; una asociación que consiga mejorar el manejo de los residuos agrícolas en una pequeña región ya es un agente importante.
Nota para escépticos: el cambio climático es solidario de otros problemas de consecuencias aún más amenazadoras por menos inciertas, como la contaminación por partículas en el aire, la acidificación de los océanos, la presencia de microplásticos en la cadena trófica, la extinción de gran número de especies, la pérdida de superficie forestal, la desertización, el envenenamiento de acuíferos, … Tanto que, aunque eventualmente se probase que el calentamiento actual responde más a la actividad solar que a la humana, seguiría habiendo motivos para reducir drásticamente nuestras emisiones.
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