El coche como seña de identidad del paisaje urbano
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Por José Montero, AEAC.
Las ciudades pertenecen al tráfico. Desde pequeños nos enseñaron que, si queremos sobrevivir, debemos mirar hacia los dos lados antes de cruzar la carretera, hacerlo por los lugares designados para ello y que automóviles son los reyes de la calzada. Tanto es así que algunos y algunas pueden dar por sentado que los atascos son una seña de identidad del paisaje urbano, algo de lo que uno puede sentirse orgulloso, una manera de tomarle el pulso a la ciudad y de comprobar si está viva o no. Obviamente esto no siempre fue así, y esta idea, la de que la ciudad pertenece a los coches, resultaría inconcebible para un urbanita de, por ejemplo, el Madrid del s. XIX o principios del s. XX. De hecho podemos suponer que esta concepción de la ciudad, que da la impresión de haber estado ahí desde siempre, tiene alrededor de cincuenta años, poco más o menos. A principios del s. XX las calles de las ciudades estaban compartidas por peatones, carruajes de tracción animal y tranvías. Es cierto que por aquel entonces las ciudades no eran tan grandes y que muchas de las distancias podían cubrirse a pie. La aparición de el automóvil como medio de transporte particular se fue extendiendo poco a poco a medida que el nivel económico de la España de la postguerra iba mejorando. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos veían al automóvil como un alienígena, un invasor potencialmente peligroso, un causante de accidentes. Para que todo el mundo se convirtiera en un flamante automovilista había que cambiar la mentalidad de los ciudadanos, una auténtica barrera ante el progreso. El resto vendría rodado, nunca mejor dicho, ya que la venta de automóviles a una clase media acomodada no parece tarea difícil; al fin y al cabo, a todos nos gusta la libertad que nos proporciona tener nuestro propio medio de transporte, la comodidad, la imagen de modernidad que proyecta y, por supuesto, el olor de un coche nuevo con el que impresionar a nuestro vecino.
Como nos podemos imaginar existían (y existen) multitud de intereses económicos por parte de la industria automovilística y del petróleo que veían, con razón, grandes oportunidades para extenderse y crecer. El único obstáculo era convencer a los peatones para que cedieran su espacio a los coches, pero ¿cómo conseguirlo? ¡Fácil! creando una imagen del peatón como una persona atrasada, desconectada de la modernidad y el progreso, un Agustín Valverde (Paco Martínez Soria) en la película dirigida por Pedro Lazaga “La ciudad no es para mí” (1966). El objetivo fue conseguido con mucho éxito.
La cosa no queda ahí. Aunque parezca extraño, a menudo la industria del automóvil se vanagloria de haber sido la solución al problema de los residuos, que en la forma de estiércol de caballo, atascaba las grandes urbes. Si embargo esta visión no es exacta, no sólo porque los automóviles, como sabemos ahora, suponen un desastre medioambiental, sino también porque la transición desde la tracción animal al automóvil particular no fue abrupta. En las primeras décadas del siglo XX pocos ciudadanos podían permitirse adquirir un coche y, ante la necesidad de movilidad, fue el transporte urbano y no el automóvil el que salió al rescate del ciudadano. A este respecto es interesante el caso del tranvía en Madrid; el tranvía eléctrico madrileño comenzó su andadura a finales del s. XIX. Sin embargo, en la década de los 60 y 70 del siglo XX el tranvía se consideraba una molestia, un intruso en territorio del tráfico (parecido a cómo se perciben los ciclistas urbanos hoy en día), siendo la última línea desmantelada en 1972.
La verdad que es injusto culpar de la desaparición del tranvía a la popularización del coche particular; otras causas como la caída de rentabilidad, su falta de flexibilidad e alta inversión inicial para abrir nuevas líneas contribuyeron a su caída. Sin embargo, tampoco es justo considerar al tráfico como parte inamovible del paisaje urbano. Devolver ciertas partes de la ciudad a los peatones no es una idea descabellada. Al fin de cuentas fue así como la ciudad fue concebida. Algo que podemos aprender del pasado es que la tecnología puede aportar soluciones a nuestros problemas. Sin embargo, para que estas soluciones sean efectivas tienen que venir acompañadas de un cambio de mentalidad, de un cambio social.
Para leer más:
Brandon Keim, Did Cars Save Our Cities From Horses? issue 7, Nautilus (2013)
A. Martínez, Energy Innovation and Transport: the electrification of Trams in Spain, 1896-1935, Journal of Urban Techology, 19:3, 3-24 (2012).
Datos Estadísticos sobre Matriculaciones en España 1900-1960. Dirección General de Tráfico, Biblioteca.
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