Dos males de circunstancias

El cambio climático es el gran reto al que nos enfrentamos en estos tiempos de complejidad e incertidumbres, en el que la pandemia ha cambiado nuestras circunstancias. Este artículo del socio promotor y profesor titular de la Universidad de Oviedo, Armando Menéndez Viso, es una innovadora contribución sobre el necesario debate que requiere ese evento trascendental

Emilio Muñoz

Por Armando Menéndez Viso

Emilio Muñoz y Jesús Rey abrían un artículo reciente sobre la “Pandemia ambiental” citando a quien esto suscribe. Como se trataba de palabras propiamente dichas, no impresas, el agradecimiento a los autores y la deferencia hacia su público me compelen a desarrollarlas aquí por escrito. La cuestión que se plantea en ellas es la novedad de la covid-19 y del cambio climático. Las novedades, las nuevas, son el cebo preferido del comercio actual (que ha llegado a acuñar la expresión news feed) porque despiertan nuestra curiosidad (más o menos sana) y con ella nuestro deseo, que a su vez nos lleva a otorgar nuestros tiempo y dinero, y de paso nuestros datos, que se convierten a su vez en el gancho para atraer a más comerciantes a la rueda. La competencia feroz por nuestra atención ha elevado el umbral de nuestra sensibilidad y ya resulta muy difícil que la concedamos conscientemente, si algo no se presenta como histórico, revolucionario, rompedor, inaudito, hilarante o dramático (aunque inconscientemente obedecemos a la multitud de mecanismos psicológicos que aglutina la captología desarrollada por B. J. Fogg en su Behavior Design Lab –antes Persuasive Lab– de Stanford). El exceso de estímulos nos distrae, ensimisma y, en última instancia, nos enajena de la realidad. Como ha señalado Bruno Patino en su libro más reciente, la batalla por captarnos nos empuja a convertirnos en La civilización de la memoria de pez. Eso hace que hayamos perdido las ganas (si no la capacidad) de mirar alrededor en el espacio y atrás en el tiempo. Así, aunque se sepa, se olvida que las plagas son más antiguas que los seres humanos y que a la inmensa mayoría de ellos les resultaban tristemente familiares hasta hace bien poco. También se obvia que los cambios climáticos no constituyen novedad alguna en la historia de la atmósfera terrestre y sí uno de los más potentes motores de la evolución biológica. Ni siquiera la alteración de la atmósfera debida a la actividad humana es característica del presente y se ha dado ya al menos durante el Imperio romano [1].

 

Antes de que se extraigan conclusiones precipitadas (derivadas, precisamente, de la carestía de atención), permítaseme advertir que el mensaje principal de estas líneas no es una variante del “nada nuevo bajo el sol”. Se trata, más bien, de proponer una alternativa a la retórica de la novedad que permita conocer mejor, y por tanto mitigar, esos dos males de nuestro tiempo. ¿En qué consiste esa otra opción? En el interés. El interés, al contrario que la atención, no excluye. Mientras nuestra atención, cuando es verdaderamente tal, ha de dedicarse a una única cosa en cada momento, un interés legítimo permite albergar y defender otros muchos al mismo tiempo. Por eso mismo, la atención fatiga y nos obliga a cambiar de objeto, al contrario que los intereses, que pueden mantenerse indefinidamente. Nuestros intereses no requieren nuestra atención permanente, no necesitan el alimento constante del estímulo para llevar a la acción. Desde la retórica dominante, la de la novedad, el éxito en la mitigación de la covid-19 y el cambio climático pasa por llamar nuestra atención, lo que solo es posible apuntando a algo nuevo, que despierte nuestra curiosidad primaria, o a algo amenazador, que suscite nuestro miedo, también primario. Pero la novedad se desvanece enseguida con el mero andar del tiempo y el recurso al miedo tiene límites, como han expuesto Bruner y Valladares hace poco en The Conversation. De ahí que el trabajo de mejora, más que atención, requiera interés, que por su naturaleza es algo menos mudable y más activador.

 

Evidentemente, la aparición del SARS-CoV-2 trae novedades que lo pueden hacer interesante: el virus mismo es nuevo; la enfermedad que produce, desconocida y en demasiados casos terrible; la extensión que ha alcanzado, nunca vista; el modo en el que ha alterado la vida cotidiana de todo el mundo, inaudito y opresivo; etc. Además, aunque ha habido, hay y habrá otras plagas, la pandemia actual resulta verdaderamente nueva para quienes tenemos que sufrirla, como tantas cosas que cada generación tiene que padecer en sus carnes o comprender con sus luces, aunque las anteriores ya lo hayan hecho. Y lo mismo ocurre con el cambio climático actual, que se diferencia de los precedentes al menos en su carácter “antropogénico”. En todo caso, la novedad puede impeler a mirar, pero lo que empuja a actuar es más bien el interés.

 

Dice la RAE en su Diccionario que interesar (que es, recordemos, un verbo transitivo) puede entenderse, primero, como “dar parte a alguien en un negocio o comercio en el que pueda tener utilidad o interés” y, segundo, “hacer tomar parte o empeño a alguien en los negocios o intereses ajenos, como si fuesen propios”. Y define interés como provecho, utilidad, ganancia, valor de algo, lucro, inclinación del ánimo hacia un objeto o persona, bien o beneficio en el orden moral o material. Lo interesante de los fenómenos que nos ocupan será, por tanto, lo que haga dar o tomar parte en ellos. Y eso, en los dos fenómenos que nos ocupan, son justamente las circunstancias en que se producen. Son ellas las que los vinculan y los vuelven relevantes.

 

La covid-19 y el cambio climático son circunstanciales en un sentido más o menos trivial, pues forman parte de “lo que nos ha tocado vivir”. Pero lo son también en un sentido significativo, pues son el resultado circunstancial (es decir, accidental, no buscado) de una serie compleja de realidades humanas. En este mismo medio digital pueden encontrarse buenos y numerosos análisis de esas realidades, que nos ahorran la inabordable tarea de detallarlas aquí: globalización, presión demográfica, urbanización, crecimiento económico, explotación, contaminación, migraciones, desigualdades, organización política y social, homogeneización cultural, capitalismo… La lista es imposible de completar, pues apenas hay actividad humana que no tenga alguna relación con los fenómenos que nos ocupan, bien porque tenga consecuencias para ellos, bien porque se vea afectada por alguno de los dos. Los cambios en el clima y la pandemia de covid-19 son, por tanto, el fruto de unas circunstancias particulares, compartidas por la práctica totalidad de seres humanos de principios del s. XXI. Esto no quiere decir que todos lo seres humanos compartamos las mismas circunstancias: para bien y para mal, nuestras vidas y entornos aún difieren en mucho, y estas diferencias se traslucen notablemente en la distinta violencia (casi siempre mayor contra quienes son más frágiles) con que el clima nuevo y la enfermedad pandémica alteran las trayectorias personales y colectivas. Lo interesante de los casos que nos ocupan es que son precisamente las circunstancias compartidas, globales, las que definen pandemia (de ahí el pan) y clima alterado. Si llega el futuro en el que ambos fenómenos puedan contemplarse desde la distancia, quedarán especialmente vinculados por su tiempo, su circunstancia peculiar, la del mundo humano de principios del s. XXI.

 

¿Por qué es esto interesante? Porque el hecho de que se trate de males circunstanciales, es decir, no necesarios, supone que es posible paliarlos o incluso suprimirlos. Aunque no se dan al margen de las leyes naturales, estos dos fenómenos no son parte de ellas y admiten cambio. Por eso nos interesan: porque podemos, efectivamente, “tomar parte en ellos”, manejarlos y obtener un beneficio de nuestra implicación. Sus consecuencias particulares resultan impredecibles: no sabemos quién en concreto enfermará de covid-19, ni la gravedad de su afección, ni sus posibles secuelas; ni sabemos cómo cambiará el clima en nuestra región o en un año concreto, ni cómo afectará a cada actividad o comunidad. Sin embargo, aun siendo, como son, males colectivos e impredecibles, ambos se dejan domeñar por acciones individuales completamente factibles. Cada quien tiene la ocasión de convertirse en freno de la epidemia y de la contaminación atmosférica, en la medida en que opta por ciertas acciones continuadas y sencillas: llevar mascarilla, mantener las distancias, no negarse a recibir una vacuna bien avalada, reducir los viajes, consumir productos locales, reciclar, obtener energía de procesos que no impliquen combustión, etc. Es verdad que el resultado final depende de la implicación de todo el mundo, pero la acción individual cuenta, interesa, y nos beneficia sin necesidad de sumar la acción ajena (aunque esta contribuya a un mayor bien, claro). Cuando se trata de estos dos grandes males de circunstancias, la acción individual puede caer en un saco pequeño, pero no roto.

 

Ahora bien, en la acción individual también hay algo que a menudo no interesa, pues supone cambiar hábitos aparentemente menores, pero profundamente arraigados, inercias cuyo abandono requiere un esfuerzo que a menudo no se quiere o no se puede hacer. Cuando se está bien, no hay incentivos para cambiar porque todo cambio implica un cierto sufrimiento. Si no se ve que compense, no se lleva a cabo. Las acciones individuales contra la covid-19 o el cambio climático, cuando se analizan desde una perspectiva puramente individual, acaban viéndose como antieconómicas, aunque no lo sean desde una perspectiva social o global.

 

Afortunadamente, generar interés para estos cambios esforzados también está al alcance de la acción personal, que mediante la ejemplaridad consigue interesar en el sentido, recogido asimismo por el Diccionario, de “inspirar afecto” o “producir impresión”. Ver a otras personas hacer lo correcto, inspira: cuanta más gente lleve mascarilla, menos probable será que alguien decida no ponérsela; cuanta más gente instale paneles solares, más fácil será que a su alrededor otras personas decidan hacer lo mismo; etc. Por desgracia, el efecto benéfico de la ejemplaridad no se da sin más, por la bien conocida asimetría entre lo bueno y lo pernicioso, esa suerte de ley de Gresham de la moralidad, según la cual los errores, las falsedades, las maledicencias y la indolencia se propagan con más éxito que sus contrarios. Con todo, podríamos acogernos a un correlato de la ley de Say, y contar con que una mayor producción de acciones beneficiosas acrecentará su demanda.

 

En esto puede ayudar mucho la propagación del conocimiento, que es a la vez causa y consecuencia de interés y que permite aproximar los resultados esperables de nuestras acciones a los deseables. En otras palabras, cuanto más nos interesa algo, más sabemos sobre ello y viceversa, lo que permite intervenir en ese algo con más eficacia. Ahora bien, con el conocimiento se pierde la inocencia: no podemos ignorar que nuestras acciones conllevan consecuencias perniciosas fuera de nosotros, para otras personas y para el entorno en general. Pero obsérvese que, con la responsabilidad que estimula y acarrea el conocimiento, viene no solo el deber de ejercerla (y, por tanto, el pecado de no arrostrarla), sino también la oportunidad de aplicarla, la ocasión de hacer el bien, de mejorar algo el mundo y mejorarnos, como individuos y como grupos. En lenguaje sentimentalista: tenemos más razones para animarnos por la oportunidad de actuar que para deprimirnos bajo al peso de la culpa.

 

Covid-19 y cambio climático son interesantes porque sirven para desvelar a quien no lo haya visto un mundo superpoblado, unido físicamente, pero desgajado socialmente, desequilibrado, injusto, avaricioso, impaciente y narcisista, que sin embargo no deja de albergar el potencial de la justicia, el equilibrio, la generosidad, la resistencia y la bondad, es decir, de la razón. Igual que las desgracias del Barroco llevaron a Leibniz a redactar una Teodicea, una justificación de Dios, hoy quizá debamos ofrecer una antropodicea, es decir, una justificación de la humanidad, ante los evidentes males que padece o agrava por causa de sí misma, por guiarse por su atención (limitada, como ya se ha dicho, y dedicada obsesivamente al crecimiento económico en la esfera pública y al entretenimiento en la privada) y no por verdaderos y plurales intereses. En definitiva, la pandemia y el clima cambiado son nuestras circunstancias, pero también son nuestras consecuencias; esto es, son aspectos de la realidad que podemos transformar, que podemos mejorar, y no solo elementos de un decorado inmutable. Podemos negarlos, atemorizarnos ante ellos, relativizarlos, o podemos utilizar los recursos de que disponemos para, contando con ellos, minimizarlos y procurarnos una vida mejor (por lo menos, más tranquila). ¿Quién puede discutir que esto último es lo que más interesa en nuestras circunstancias?

 

Autor

Armando Menéndez es el director del Departamento de Filosofía en la Universidad de Oviedo y socio promotor de la Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC).

Referencias

[1] ‘Natural and anthropogenic variations in methane sources during the past two millennia’,
Célia J. Sapart, G. Monteil, M. Prokopiou, R.S.W. van de Wal, J.O. Kaplan, P. Sperlich, K.M. Krumhardt, C. van der Veen, S. Houweling, M.C. Krol, T. Blunier, T. Sowers, P. Martinerie, E. Witrant, D. Dahl-Jensen en T. Röckmann,
Nature 2012, DOI: 10.1038/nature11461

Créditos

Una versión reducida de esta artículo ha sido publicada previamente en The Conversation.

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