El ranking de Münchhausen por Armando Menéndez Viso

Llevaba tiempo pensando que esta sección debería entrar más veces en contacto con la economía y los índices, conceptos que tanto y con notable atracción interaccionan. Hoy, dos de los socios de la AEAC que forman parte de sus órganos directivos, Armando Menéndez Viso y Santiago López, nos ofrecen un análisis, compuesto de texto y comentario, interesante y rompedor para reflexionar, lo que siempre proponemos en la AEAC. Desde mi ignorancia crítica, creo que estamos viviendo una crisis más en estos tiempos de crisis en bucle, la de la economía que nos dirige, entretiene y tutela bajo dos dioses: el mercado y el dinero. Mientras tanto el mundo se resquebraja, anegado en un océano de paradojas antrópicas…

 

Emilio Muñoz

Por Armando Menéndez Viso

El ranking de Münchhausen

 

Como es bien sabido, la elaboración de lo que ahora se llama big data se convirtió en costumbre hace poco más de un siglo, cuando los gobiernos involucrados en la Gran Guerra, y en particular el de los Estados Unidos de América, reconocieron la conveniencia estratégica de conocer con exactitud sus recursos: su producción, su capacidad industrial, su mano de obra, etc. Al disponer de esa herramienta cuantitativa, bien llamada estadística, las administraciones públicas adquirieron la capacidad de medir los efectos de sus políticas económicas y, de paso, acercarse al sueño de Jevons: cuantificar completamente la disciplina económica [1].

La estadística está hoy tan presente en la polis (el estado, la política) que se corre el peligro de confundir la una con la otra. La inflación, la esperanza de vida, la renta per cápita, la deuda pública, el desempleo, la intención de voto, las listas de espera para recibir atención médica, las audiencias, las cifras de ventas, la popularidad, el turismo, … Todos los rincones de la vida pública se encierran en variables e índices. Incluso la vida privada se cifra, con la mediación de los gigantes informáticos: las horas de uso del teléfono, los sitios visitados (en la red y en el mundo real), los contactos, el tiempo y la intensidad del ejercicio físico, los «hábitos de consumo», las inclinaciones políticas, … Los datos se han convertido en nuestro mundo. Nada escapa a la cuantificación estadística. ¿Nada?

Los datos no surgen por generación espontánea: son, efectivamente, dados por alguien, que los tiene que construir con mediciones, que a su vez requieren abstracciones y estimaciones.  Los datos son descripciones de apariencia precisa, que, sin embargo, requieren siempre redondeos, generalizaciones, aproximaciones, extrapolaciones y, sobre todo, omisiones, pues hay que seleccionar qué cuantificar. Ocurre así con todos ellos: desde los que no pasan de la sobremesa hasta los que orientan las políticas económicas nacionales e internacionales. La información nutricional de un paquete de galletas explicita ciertos componentes, como azúcares, grasas e hidratos de carbono, pero descarta otros, como el agua o la composición de la levadura; escoge una unidad de medida frente a otras posibles y, estrictamente hablando, constituye una mera aproximación al contenido de las galletas que efectivamente nos comemos. El PIB, el santo grial de la política y la economía contemporáneas, estima el gasto público, el consumo y los ahorros, pero omite, como ya advertía el mismo Kuznets, actividades de gran impacto: ventas de armamento y drogas, mejoras en salud, educación, estabilidad social, especulación, contaminación, extracción de minerales, etc.

Sin abstracción ni aproximación, no habría datos. Esta advertencia, que debe tenerse presente desde cualquier disciplina, es, si cabe, aún más relevante en el caso de la economía. Un modelo del Sistema Solar, por ejemplo, ya sea físico o matemático, está basado en datos, desde luego (fundamentalmente de las posiciones de los planetas y del Sol a lo largo del tiempo), pero no se refiere a ellos, sino directamente el movimiento de los cuerpos celestes.  Los modelos económicos, sin embargo, igualmente basados en datos, en general no remiten directamente a fenómenos, sino a cifras: predicen o explican el comportamiento de los índices de precios (un número calculado, no observado), del PIB (otro número calculado), de la tasa de desempleo (otro más), etc. Por tanto, suponen un doble nivel de abstracción: el del modelo y el de la cifra cuyo comportamiento se modela.

Lo mismo ocurre con los rankings económicos, que en general no ordenan directamente parcelas de realidad, sino números. Así pues, cualquier clasificación económica comporta una pléyade de supuestos, que resulta mayor cuanto más compleja es la realidad que se pretende cuantificar. Si esos supuestos se ignoran, se puede acabar muy lejos de la realidad, transitando caminos que no llevan a parte alguna. John Stuart Mill advertía ya en 1836:

«<La economía política se> ocupa del ser humano exclusivamente como un ser que desea poseer riqueza y que es capaz de analizar la eficacia comparativa de los medios para alcanzar dicho fin. Sólo predice los fenómenos del estado social que tienen lugar como consecuencia de la búsqueda de la riqueza. Hace abstracción total de cualquier otra pasión o motivación humana, excepto las que pueden considerarse como principios antagónicos perpetuos con respecto al afán de riqueza, es decir, la aversión al trabajo y la aspiración al disfrute presente de costosas complacencias. […] La ciencia procede entonces a investigar las leyes que gobiernan <las operaciones para proteger la propiedad, la división del trabajo, el dinero, etc.> bajo el supuesto de que el hombre es un ser determinado por el imperio de su naturaleza a preferir en todos los casos más riqueza antes que menos riqueza, sin otra salvedad que la representada por las dos motivaciones contrarias ya especificadas. Esto no quiere decir que algún economista político haya sido nunca tan absurdo como para suponer que la humanidad está realmente así constituida, sino que ésta es la manera en que la ciencia debe necesariamente proceder» [2].

Casi cien años después, hemos caído definitivamente en ese absurdo, olvidándonos del artificio (útil y eficaz) que supone cualquier cuantificación simple de lo complejo. El informe MBA City Monitor 2022,  elaborado para Esade bajo la dirección de Ivan Bofarull y Natalia Olson, constituye un ejemplo conspicuo de tal olvido (y una forma de entender alquímicamente la política contemporánea que debería, quizá, revisarse). Según ese documento, «los estudiantes de MBA son un buen predictor del atractivo de las ciudades» (p. 3). Pero, para que esta afirmación tenga sentido, es preciso asumir antes que la riqueza, es atractiva, que además se resume en la acumulación pecuniaria, que esta a su vez es producto del «talento», y que este crece fundamentalmente en las escuelas de negocio (concretamente en los MBA). Como resultado de este proceso de destilación, la economía y la política se tratan como si fueran lo mismo, o al menos dos caras de lo mismo. Así, las ciudades quedan reducidas a unidades de producción en competencia [3]. Un informe tal seduce a las «autoridades» políticas porque ofrece una recomendación cristalina: ¿Quiere Vd. hacer su ciudad atractiva? Llénela de estudiantes de MBA. Es más, sin estudiantes, no hay paraíso: «si ciudades como Seúl, Munich (sic), Tel Aviv y Miami llegaran a un número de estudiantes internacionales en los mejores programas de MBA similares a Los Ángeles o Sydney (sic), esas ciudades se clasificarían entre las 25 mejores del mundo» (p. 8).

El caso puede sonar extremo, pero las políticas que hoy se aplican desde multitud de gobiernos locales, regionales y estatales traslucen una concepción de la realidad sostenida en supuestos no demasiado diferentes: mejorar la economía es siempre mejorar la vida, mejorar la polis. Esta identidad, que aparece tan frecuente e indiscutidamente en discursos políticos de todo signo, se evapora si analizamos cada grado de abstracción que lleva a afirmarla. Para no agotar a quien nos lee tan pacientemente, detengámonos simplemente en el talento, cuya definición no se da y, por tanto, hay que suponer. Talento, ¿para qué? ¿Para tocar el piano, para hacer reír, para pacificar, para hablar, para escribir, para distraer, para dibujar, para persuadir, para cocinar lentejas, para educar, para identificar árboles, para curar, …? Todos esos talentos concurren en una ciudad, y difícilmente se adquieren estudiando un máster en negocios –ni las personas con ellos se ven atraídas por una escuela de negocios «top».  Además, si el «talento», sea lo que sea, resulta atraído a ciertas ciudades, ¿qué pasa con aquellas de las que se extrae? Y, ¿qué ocurre con lo que queda fuera de la ciudad? ¿Puede haber ciudad sin terrenos industriales, sin campo, sin mar, sin atmósfera? ¿Es atractiva la ciudad con el mejor y más popular MBA del mundo si su aire es irrespirable, su comida un dolor y sus calles un homenaje a la uniformidad?

Nos dicen los autores que no conviene acomodarse, quedarse en el mismo sitio, sino explorar, y que «al explorador no se le evalúa por logros, sino por aprendizajes» [4]. Pero ¿el aprendizaje no es un logro, entonces? ¿Y no era un logro lo que pretendíamos –incluso ordenando las ciudades según la potencia de sus escuelas de negocios? ¿No hay ciudades y situaciones vitales en las que se desea permanecer una vez que se han alcanzado, cuyo cambio espanta y que constituyen un verdadero punto de llegada? La gente, tan ignorante ella, sigue soñando con su casa en el Mediterráneo, el Caribe, o los Alpes, en lugar de un retiro dorado en Londres, París o Silicon Valley. Y, lo que es aún más raro, las grandes fortunas de Londres, París y Silicon Valley (suponiendo que sean distintas) se van sistemáticamente de vacaciones a sitios con muchísimo menos atractivo. Quizá piensen, irracionalmente, que el encanto de una ciudad se descubre al tomar a medias un buen helado, jugar con alguien en un parque, reír con personas conocidas, pasear por calles antiguas, sentarse en una terraza, comprar el pan recién hecho donde siempre, acudir a un concierto, dormir plácidamente, encontrarse con personajes diversos, descubrir una nueva tienda, saber que la de siempre aún sigue ahí, tener cerca un hospital, poder ir a un partido, contemplar el paisaje…  No conocen el secreto. Si hubieran estudiado un MBA, lo habrían descubierto –y habrían encumbrado a su ciudad en la cima de la seducción.

Una ciudad es algo demasiado complejo para caber en un ranking simple. Los datos, desde luego, son muy valiosos, incluso pecuniariamente, como Google viene demostrando desde hace lustros; y lo son más cuanto más intrincada es la realidad de la que informan. Pero los datos no son la realidad y no podemos quedarnos en ellos. Precisamente Google es el gran ejemplo del bucle recursivo en que incurre una cierta concepción de la economía: consúlteme para generar datos, que son valiosos para alguien que quiera anunciarse a Vd. para que siga consultándome y generando datos que pueda vender a anunciantes, etc. Es el barón de Münchhausen digital, que se salva de hundirse en el fango tirando de su propia cabellera. Para tirarse de los pelos es el fetichismo del ranking, que fuera de su propio relato no nos mueve ni un milímetro.

Los propios autores lo advierten: «Como demostró el profesor de Pensilvania Philip E. Tetlock, existe evidencia científica de la poca fiabilidad del experto para predecir resultados futuros. A este le condena su confianza en sí mismo y en que el futuro se comportará como una extrapolación del pasado, cuando realmente es menos lineal de lo que parece» [5].

Notas al pie

[1] «No sé cuándo contaremos con un sistema perfecto de estadística, pero su carencia es el único obstáculo en el camino de hacer de la economía una ciencia exacta». William Stanley Jevons (1871), The Theory of Political Economy. Londres: Macmillan & Co.; Cap. I. Trad. al español (1998), La teoría de la economía política. Madrid: Pirámide; p. 74.

[2] John Stuart Mill [1836] (1844), «On the Definition of Political Economy; and on the Method of Investigation Proper to It», en Essays on Some Unsettled Questions of Political Economy; § 5. Trad. española de Carlos Rodríguez Braun (1997), «Sobre la definición de economía política, y sobre el método de investigación más adecuado para la misma», en Ensayos sobre algunas cuestiones disputadas en economía política. Madrid: Alianza; p. 163.

[3] «Las ciudades de hoy necesitan a un consejero delegado (alcaldía) que rija el día a día de la ciudad, su core business» (Barrufell & Olson, Ciudades ‘start-up’ en la era de la innovación azul, El País, 28 de agosto de 2022 https://elpais.com/economia/negocios/2022-08-28/ciudades-start-up-en-la-era-de-la-innovacion-azul.html)

[4] Loc. cit.

[5] Ibid.

Autor

Armando Menéndez Viso es profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo. Es socio promotor de la Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC) y miembro de su Consejo Consultivo.

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