La potencia cognitiva de los cuidados

Antonio Lafuente, miembro de la Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC), en el que reflexiona sobre como la crisis del coronavirus ha acercado la cultura crítica, incluido el pensamiento científico, y la cultura de los cuidados, las que convergen en la práctica clínica durante esta emergencia sanitaria.

 

El coronavirus nos ha enseñado muchas cosas y algunas tardaremos en olvidarlas. Pocas, sin embargo, son tan inesperadas como el acercamiento entre la cultura crítica y la cultura de los cuidados. Parecían pertenecer a planetas diferentes: una, vinculada a la búsqueda de certezas, metodologías contrastadas y gestos públicos; la otra, vecina del dolor, afecta a lo tácito y recluida en lo privado. Ambas muy seguras de su relevancia, pero muy distintas en sus reconocimientos. Para el espíritu crítico siempre hay un puesto de honor entre los inteligentes, los poderosos y los administradores. Si eres crítico posees la llave que abre las puertas del mundo, desde la empresa y la academia hasta el consejo o el comité. Ser crítico es una cualidad que tienen quienes ven por detrás de las apariencias, los que saben leer entre líneas y los que no se dejan llevar por el estribillo. Quien no es crítico corre el riesgo de ser adocenado, manipulado y ninguneado.

 

Nuestro mundo siempre tiene lugares de honor para la crítica. El espíritu critico nos pone a resguardo de los charlatanes, los embaucadores y los trileros. Y como no falta quien quiere sacar provecho de nuestra ingenuidad, desconocimiento o incapacidad, hacemos muy bien en confiar en la nobleza de quienes se nos ofrecen para depurar las ideas, contrastar afirmaciones y deslindar planteamientos. Los debates públicos se nos presentan muchas veces como un duelo de espadachines, como un ejercicio de virtuosismo retórico, como una muestra de dandismo entre hijosdalgo, tan inútil como despreciable. Eso no es la crítica, sino más bien fruto de una vanidad pretenciosa: una impostura entre bobos. La crítica es necesaria y urgente. Es una de las herramientas mas valiosas con las que nos hemos dotado para navegar entre tormentas o para guiarnos entre brumas. Sin la crítica no habría civilización.

 

Los cuidados se mueven en otro tipo de abundancias invisibles. Tienen que ver con todas las prácticas que conducen a la reparación o mantenimiento de la vida. Tienen relación con lo más ordinario: dar de comer, crear un clima, producir bienestar, mantener la charla, escuchar lo inaudito, sentir lo por venir, ofrecer esmero, experimentar con otros, hacer cosas juntos, gozar los matices, acompañar procesos y crear espacios seguros. Nada es más abundante en el mundo que el dolor, el desconsuelo o el descarrilamiento. Nada es más necesario que dar confianza, dar paz o dar tiempo. Ya sea que descubras tus (nuevas) vulnerabilidades, ya sea que te encuentres (nuevamente) atascado, lo que querrías tener cerca no es un cerebro privilegiado capaz de desplegar una impecable capacidad de analizar las cosas. Para esos momentos se necesita otro tipo de talento: alguien que sepa ponerse en tu situación, meterse en tus zapatos, contener el ansia de aconsejar, estar callado, saber escuchar, dejar fluir y acompañar mientras suavemente te reencuentras con la vida que mereces o la respuesta que buscas.

 

No es que quienes piensan no cuiden, ni que quienes cuidan no piensan. Eso sería una simplificación inaceptable y ofensiva. Todos podemos jugar en ambos mundos. Podemos usar la crítica para reparar lo que escuchamos y hacerlo crecer. Podemos renunciar a usar nuestras habilidades para quedar por encima y competir mejor. Nada nos obliga a querer triunfar siempre. No es necesario demostrar que estamos por encima de los demás, ni tenemos que tratar a nuestros adversarios como enemigos, traidores o estúpidos. En la crítica puede haber algo de sadismo. Lo normal es que lo haya, y que cada vez que en una conversación alguien saca un experto, un hecho o una prueba es para darnos un mazazo y callarnos la boca. Esos críticos son gente peligrosa de la que conviene protegerse porque suelen ser implacables.

 

La ciencia es uno de los espacios de la crítica. No es el único, ni el más visible. Quienes presumen se ser (re)críticos son las gentes de la literatura, las artes, las humanidades y, desde luego, las ciencias sociales. Lo que ellos llaman tener espíritu crítico, muchas veces es percibido como pedantería banal. Y por eso desconfiamos de esa manera de desengañarnos que, desde el otro lado del espejo, es percibida como una forma de desnudarnos. Justo lo contario de lo que esperamos: alguien que nos ayude a encontrar la ropa y no a dejarnos en la intemperie. Abandonados a nuestra suerte, otra vez irredentos.

 

La cultura de los cuidaos no sólo es compasiva. También la necesitamos para crear otros mundos posibles y dar una oportunidad a distintas prácticas cognitivas que debemos aprender a apreciar. Si el critico es el que ve más y mejor, el que cuida tiene en el tacto su herramienta de trabajo fundamental. Si la simbólica reservó para los inteligentes el búho, el libro y las gafas de pasta oscura, los que cuidan son mostrados como gentes que acarician con la mirada, con el gesto y con las manos. Las manos llegan donde la vista no puede ni imaginar. El tacto es la llave que abre la puerta que nos permite imaginar otros mundos posibles, basados en la complicidad, la empatía y la vulnerabilidad. En los cuidados se explora sin propósito y sin condiciones, se avanza entre sospechas y barruntos, hasta que llegamos al lugar donde experimentamos la compañía como una bendición. O una epifanía. Si la vista crea la distancia entre el sujeto y el objeto, el tacto mezcla esos mundos. La vista crea los espacios otros, mientras que el tacto inventa la complejidad. Todo se interconecta y se vuelve cercano y entrelazado. La vista hace del mundo un objeto, mientras que el tacto hace mundano el objeto. Mundano quiere decir ordinario, cotidiano y próximo. Y, quizás también, barato, jovial y compartido.

 

La crisis de coronavirus acercó, como decíamos, esos dos mundos para ayudar a entenderlos mejor, para descubrir que ambos son imprescindibles y que los dos son de este planeta. Que los dos pertenecen al ámbito de lo público y que ambos son dos potencias cognitivas que deberían de dejar de luchar y fundirse en un largo abrazo. Sí, eso es, un abrazo en tiempos del coronavirus puede parecer una transgresión, pero no lo es, no es una travesura: esperamos mucho de ese roce, pues no nos conformamos con sobrevivir que es la promesa que nos hacen los científicos y sus portavoces. No nos conformamos con seguir vivos, pues queremos imaginar mundos más audaces. La pandemia ha mostrado que en términos cognitivos es imprescindible que se vertebren adecuadamente tres epistemes diferenciadas: el mundo de los datos, los modelos predictivos y la inteligencia artificial; el mundo de la virología, la epidemiología, las vacunas y el laboratorio; y, no en último lugar, los espacios de la clínica, los empleados sanitarios y las prácticas del cuidado.

 

Curar cuerpos nos ha obligado a cuidar mundos. De pronto hemos descubierto que las inconsistencias estadísticas producidas por una mala recolecta de datos podía propiciar medidas que nos amenazaran a todos. Los datos no son cifras, son cosas que hay que producir como se producen las bolas de billar: si no tienen las características exigidas no funcionan, no sirven para nada, no se deslizan adecuadamente o no transmiten los efectos esperados. Los datos tienen que ser interoperables. Hay que diseñarlos con precisión, recabarlos con cuidado y transmitirlos con puntualidad. Podemos tener a los mejores matemáticos, construyendo los modelos más sofisticados y, sin embargo, haciendo propuestas fallidas porque los recolectores de datos se desentendieron, se desmotivaron o se deprimieron. Dejaron de proyectarse con amor en su trabajo. No estuvieron atentos para detectar algo sospechoso, una variación impropia, un sesgo inesperado o, en definitiva, una práctica inconsistente. Quizás nadie les hizo creer en la importancia de lo que hacían. Quizás se cansaron de ser invisibles o tal vez les convencieron de que eran seres prescindibles, secundarios o irrelevantes.

 

Hacer vacunas o, en general, diseñar y realizar experimentos no es tampoco una tarea mecánica. Quien hace experimentos se ve obligado a improvisar todo el tiempo o, e otras palabras, tiene que hacer frente a un sin fin de imprevistos que reclaman habilidades que no vienen en los libros y que, sin embargo, sí aprendiste de tus colegas. Experimentar es una actividad que tiene muchos parecidos con lo que hacen los artesanos. Todos los científicos experimentales son unos manitas, gente que sabe arreglar cosas, personas que encuentran soluciones: son unos bricoleur. O, en otras palabras, personas que saben trabajar sin manual de instrucciones y que, sobre todo, se han hecho muy tolerantes a la incertidumbre. Saben andar a ciegas, agarrándose a las paredes para no chocar y manteniéndose conectado a todo lo que sucede para hacerse sensibles a las pequeñas diferencias, a los matices olvidados o los tonos imperceptibles. No es que están observando su objeto, sino que tienen que estar abiertos a dejarse afectar por cualquier signo que venga de su cosa o de su entorno para, sobre la marcha, decidir si esa cosa, todavía sin nombre, significa algo o contiene algún mensaje. La relación que mantienen entonces los científicos con su objeto, la cosa que no deja de interpelarlos y no paran de mirar, es menos objetiva, distante y abstracta de lo que se nos cuenta. Es una relación menos crítica que afectiva, y tiene más que ver con las virtudes de quien cuida de alguien o de algo, que con los estereotipos de quien observa, apunta y dispara, es decir con las cualidades de un buen crítico.

 

Al hablar de la clínica todo parece más fácil, porque casi nadie estuvo en un laboratorio ni quizás haya oído hablar de la nueva profesión de curador de datos. Todos hemos cuidado o hemos sido cuidados. En su sencillez reside, sin embargo, la mayor dificultad porque corremos el riesgo de psicologizar los cuidados y de convertirlos en habilidades mentales desprovistas de materialidad. No hará falta insistir ahora en la importancia de las mascarillas, los test, los termómetros, los jabones, la historia clínica y los aplausos. La mayor parte del trabajo tiene que ver con gestionar espacios, decidir dosis, administrar comidas, conocer lamentos, identificar signos, comparar respuestas, contrastar experiencias, aprender de errores, rectificar protocolos, saltarse normas y, en fin, improvisar, corregir, afectarse, escuchar y, desde luego, todo sin manual.

 

Cada habitación hospitalaria contiene un mundo: todos los días se recorren todos los climas: el de los chulos, el de los listos, el de los exigentes, el de los egoístas, el de los intrigantes, el de los desconfiados, el de los pesimistas, el de los amorosos…, todos los mundos caben en un día. No hay que viajar, basta con cambiar de habitación. Hay un fuerte desgaste emocional cuyo origen cambia. La tele, siempre con prisas y siempre pintando con brocha gorda, habla del impacto que causa a los empleados sanitarios tanto dolor ambiente. Es cierto, pero no es todo: esa sólo es la parte más mediática. Hay más. Está la voluntad de aprender, el deseo de entender, la necesidad de corregir y la obligación de curar; todo eso junto y con prisas, representa un esfuerzo de intelección agotador e infinito porque los cuerpos son todos diferentes y lo que vale para uno puede ser contraproducente para otro.

 

Así funciona el saber experiencial: está en los cuerpos y no en los libros. Se puede aprender, pero no en una clase. Es un saber contrastado, eficiente, tácito e imprescindible. La clínica es la interface entre esos dos mundos que, con frecuencia se niegan a entenderse: el mundo de la crítica y el mundo de los cuidados. Es una interface y también es una frontera que tenemos que aprender a contrabandear todos los días. En esa frontera todos somos pares, no hay reglas claras, no hay normas estrictas, ni puede haberlas. Ese es el interés que tienen las fronteras que nos sirven para experimentar otros mundos posibles y necesarios. En las fronteras siempre hay conflictos que si son a corto plazo se resuelven con mano izquierda, pero si pensamos en formas de convivencia más o manos estables necesitamos las herramientas de la diplomacia.

 

A veces no necesitamos una demostración, sino una conversación. Los diplomáticos lo saben mejor que nadie, como en general saben quienes están en el mundo de los cuidados. El diplomático comprende que no podrá convencer a su interlocutor. Y por tanto tiene que renunciar a las herramientas de la crítica y admitir que la solución no se impondrá por un ejercicio de depuración de los datos, de agregación de fuentes o de ampliación de los hechos probatorios. La conversación entre diplomáticos tiene por finalidad encontrar un relato, un acuerdo, un espacio de convivencia más complejo que el precedente donde quepan en paridad los dos puntos de vista, aún cuando estén enfrentados. La cosa es evitar la guerra, y reiniciar la convivencia. Y eso es lo que necesitamos ahora: una negociación que no sólo haga posible la coexistencia de epistemes. Los mundos de los datos, los hechos y las experiencias se necesitan mutuamente y tiene que aprender a convivir sin reproches. Ninguno es más razonable o necesario.

 

Mucho se está hablando de abrir la ciencia. Pero no está claro a qué nos estamos refiriendo. Por supuesto que abrir la ciencia significa abrir los contenidos y los datos: dar acceso al conocimiento disponible, mucho más cuando la mayor parte se ha producido con dinero público. También nos parece obvio que las infraestructuras que los sostienen y hacen operativo deberían estar en manos de los propios científicos lo que es tanto como reclamar soberanía por el hardware y el software que sustentan todo el edificio de la ciencia abierta. Si la práctica de la ciencia depende de decisiones políticas que se construyen en comités que marcan prioridades, asignan recursos, validan méritos y construyen reputaciones, parece imprescindible que también todas estas operaciones deberían ser muy transparentes y abiertas. Lo hasta aquí dicho no es muy novedoso y está ya en la agenda de muchas organizaciones nacionales e internacionales. Ojalá el coronavirus acelera los procesos en curso.

 

Abrir la ciencia, además, implica también abrir sus ontologías. No se trata solo de hacer más operativas las prácticas o, en otros términos, los cómos, las epistemes. Tenemos que aprender a escuchar a quienes hablan desde otras formas de acercarse a la realidad. Por supuesto que sigue vigente el respeto hacia las metodologías acreditadas. Nadie habla de hacer tabula tasa. Al contrario, lo que demandan los tiempos del coronavirus es que no se desperdicie ningún conocimiento y que a todos demos la visibilidad y el mérito que merecen y necesitamos. Cuidar es una forma de conocer, implica otra manera de acercarse a los problemas y encontrar para ellos respuestas adaptadas y situadas. Implica movilizar saberes que llamamos tácitos y afectivos: saberes que, en consecuencia, no se pueden codificar. Saberes que no pueden ser desanclados y que están estrechamente vinculados a la circunstancia concreta en la que se producen. Son saberes de los que la modernidad nos ha enseñado (y, a veces, hasta obligado) a desconfiar. Saberes que desde Descartes consideramos contaminados por las emociones, los prejuicios, los contextos, las ideologías y las fragilidades de los cuerpos involucrados, pues no siempre ven bien, están atentos o en plenas facultades. El conocimiento experiencial era despreciado por su alta contaminación por todo tipo de adherencias locales, corporales y culturales. Ni siquiera ha sido considerado un patrimonio para poner en valor. Tenemos museos de etnografía, donde lo local es mostrado como parte de un exotismo turistificable y, ahora ya, identitario. Justo lo contario de lo que aquí consideramos necesario. Nos interesa lo común e indisciplinar como formas de conocimiento contrastado y no como curiosidades excéntricas y arbitrarias. No son fruto del capricho, sino consecuencia de una adaptación secular. Que estén devaluadas, sólo habla de nuestra insensibilidad y, desde luego, facilidad para despreciar lo que ignoramos. Que sea incodificable, tácito, significa que estamos ante un saber que no puede ser cosificado, alienado y mercantilizado. Pero eso no quiere decir que sea inútil. Quizás por ello la inmensa mayoría de las personas que trabajan en la enfermería y los servicios sociales son mujeres. No porque les falte talento, sino porque lo tienen puesto en otras cosas. Y a veces, lo sabemos, son las más importantes. Pero nuestro interés no era poner a competir la cultura crítica con la cultura de los cuidados, sino tratar de suscitar una conversación, más ontológica que epistémica, que abriera el mundo del conocimiento a nuevas preguntas, distintas soluciones y otras formas de convivialidad. No es que necesitemos menos ciencia, sino más actores: abrir la ciencia a conversaciones difíciles, pero urgentes. El coronavirus nos reclama también una cura de humildad.

Autor:

Antonio Lafuente García

Investigador científico del Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS-CSIC)

Socio de la Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC).

Créditos:

Una versión en portugués de este artículo ha sido publicado en Outras palavras.

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